La libertad – Stephen Batchelor

          Por tanto, sabemos que, si no está despierto, incluso un Buda es un ser impresionable, y que incluso un ser impresio­nable, si despierta en un momento de pensamiento, es un Buda.

HUI  NENG

      

         Cuando un hombre es liberado de una prisión, recobra su li­bertad. En el momento en que sale de la verja, está liberado de su sentencia, los vigilantes, los muros, las rejas y las cerraduras de su celda. El mundo se abre ante él; es libre para realizar las posibilidades que ahora le ofrece. Y está libre para los demás: dis­ponible para relaciones, disponible para todas las exigencias y re­tos que le presenten los demás.

La libertad nunca es absoluta; siempre es relativa a alguna otra cosa: libertad de restricciones, libertad para actuar, libertad para los demás. El antiguo prisionero aún está constreñido por las leyes de la sociedad, los recursos que tiene disponibles, los lí­mites de su cultura, conocimientos y habilidades, y finalmente por el estado de su cuerpo y las leyes de la naturaleza.

Similarmente, la libertad del despertar es una libertad rela­tiva de las restricciones de la confusión y la agitación egocéntri­cas, del ansia de una identidad fija, de la obsesión de fraguar una situación perfecta, de la identificación con opiniones preconce­bidas y de la angustia que se origina en semejantes apegos. El mismo Buda seguía estando constreñido por la visión del mun­do de su tiempo; su propia lengua, conocimientos y habilidades; su conciencia de lo que toleraría su sociedad; la disponibilidad de recursos y tecnologías; las barreras geográficas y políticas que le restringían a un área limitada del norte de India; su cuerpo fí­sico y las leyes de la naturaleza.

Sin embargo, el mundo se abrió ante él de una manera sin precedentes. Era libre para realizar creativamente sus posibili­dades sin los estorbos de las ansias que antes habían determina­do sus decisiones, libre para imaginar una respuesta apropiada a la angustia de los demás, libre para cultivar un camino autén­tico que incluyera todos los aspectos de la vida humana, libre para formar una continuidad de amistades, y libre para crear una cultura del despertar que sobreviviera mucho después de su muerte.

y era libre para los demás. Entregó de manera altruista su bienestar personal por ellos. Estuvo asequible a las exigencias y retos que le presentaron los demás.La libertad del despertar se basa en la cesación del ansia. Se­mejante libertad es posible porque el carácter cambiante, con­tingente, ambiguo y creativo de la realidad es libre por su misma naturaleza.

Somos nuestros propios carceleros. Nos mantenemos sin li­bertad aferrándonos, por confusión y miedo, a un «yo» que exis­ta independientemente de toda condición. En vez de aceptar y comprender las cosas como son, queremos ser independientes de ellas en la ficción de una individualidad aislada. Irónicarnente, este egocentrismo alienado se confunde entonces con la liber­tad individual. El objetivo de la práctica del dharma es liberar­nos de esta ilusión de libertad. Esto se consigue comprendiendo la angustia que acompaña a semejante independencia engañosa, y desprendiéndonos de la confusión y el ansia que la mantienen en su sitio.

 

El cultivo del camino comienza con una visión auténtica del carácter cambiante, contingente, ambiguo y creativo del mundo y de nosotros mismos. Aunque puede que inicialmente la expe­riencia de la libertad intrínseca de la realidad sea momentánea y esporádica, la práctica del dharma conlleva un modo de vida que valora esta experiencia como normativa en vez de como ex­cepcional. Si bien es posible que sigamos sintiéndonos abruma­dos por los patrones turbulentos del hábito, nuestro compromi­so con esta visión de libertad permanece inquebrantable. Para socavar la visión fija, inmovilizada de las cosas que nos atrapa en ciclos de ansia y angustia, necesitamos cultivar la conciencia de la libertad presente en cada momento de experiencia.

Mientras no eres consciente de la respiración, ésta prosigue a su manera. Pero en cuanto empiezas a prestarle atención, tien­des a contraerla. Incluso si te dices a ti mismo: «Simplemente ob­sérvala tal como es», el acto mismo de la observación autocons­ciente la vuelve contenida y controlada. Puede que tengas la sensación de que «estoy respirando» en vez de que «sucede la res­piración».

Prueba esto: al final de la próxima espiración, simplemente espera a que ocurra la siguiente inspiración … como si fueras un gato esperando a que salga un ratón de su agujero. Sabes que lle­gará la siguiente inspiración, pero no tienes una idea precisa de cuándo lo hará. De manera que, mientras tu atención permane­ce alerta y enfocada en el presente, como la de un gato, está li­bre de cualquier intención de controlar lo que sucederá a conti­nuación. Simplemente espera, sin expectativas. Entonces sucede de repente y percibes que «está» respirando.

Resulta extrañamente excitante (incluso inquietante) ser consciente de la respiración de esta manera. Como foco de la atención, la respiración es la única función corporal que puede ser tanto autónoma como volitiva (al contrario, por ejemplo, de los latidos del corazón). Aunque al principio puede que la res­piración sirva como objeto para la concentración, al desprender­nos de todo afán de controlarla podemos presenciar en sus mo­vimientos ritmicos la libertad intrínseca de la realidad misma.

Respirar es el movimiento de la vida, el proceso vital que co­necta el cuerpo con su entorno. Cuanto más nos abrimos a la conciencia de la respiración y el cuerpo y profundizamos en ella, más comprendemos el dinamismo intrínseco de toda nuestra ex­periencia. Nada permanece inmóvil ni un momento. La respira­ción, los latidos del corazón, el cuerpo, los sentimientos, los pen­samientos o el entorno son facetas de un indivisible sistema interactivo, ninguna parte del cual puede ser reclamada como «mí» o «mío».

¿Por qué entonces nos mantenemos obsesivamente ajenos y apartados de todo esto? ¿Qué nos constriñe y nos inhibe de par­ticipar plenamente en esta experiencia? Puede que sepamos per­fectamente bien que semejante participación no nos aniquilará; es absolutamente compatible con el sano desapego de la visión irónica de uno mismo. Sin embargo, seguimos identificándonos con este yo fantasmal, siempre inminente y eternamente aisla­do de los procesos mismos de la vida. Como resultado, parece que todo el sistema interactivo está atorado. Y nos sentimos en­tumecidos, bloqueados, frustrados, sin libertad.

Abrazar repetidamente el flujo dinámico, precario y de­sinteresado de la experiencia socava gradualmente esta arrai­gada creencia en nuestra existencia separada. Para realzar aún más esto, resulta útil desprendernos no sólo del apego a un yo fijo, sino de todos los puntos de vista que limitan y fijan la ex­periencia. Esto puede lograrse reconociendo que, no importa cómo lo describamos (incluso como «dinámico, precario y de­sinteresado»], lo que está sucediendo es absolutamente miste­rioso.

Según la conciencia atenta se va volviendo más silenciosa y clara, la experiencia se vuelve no sólo más vívida, sino a la vez más desconcertante. Cuanto más hondamente conocemos algo de esta manera, más hondamente no lo conocemos. Cuan­do escuchamos atentamente la lluvia o miramos una silla, es­tas cosas familiares se vuelven no sólo más explícitas, sino tam­bién más enigmáticas. Cuando nos sentamos atentos a la respiración, por un lado es normal y obvio, pero por otro es un misterio que respiremos en absoluto. Prestar atención a esta di­mensión de la experiencia, en la que fallan las descripciones y las explicaciones, cuestiona las premisas de nuestra capacidad de conocimiento. La experiencia no puede ser explicada con­finándola simplemente a una categoría conceptual. Su ambi­güedad suprema es que es simultáneamente conocible e íncog­noscible. No importa lo bien que conozcamos algo, percibir su libertad intrínseca nos impele a admitir humildemente: «No lo conozco realmente».

Semejante desconocimiento no es el final del camino: el pun­to más allá del cual el pensamiento no puede proseguir. Este des­conocimiento es la base del agnosticismo profundo. Cuando se suspenden las creencias y las opiniones, la mente no tiene nin­gún sitio en el que descansar. Somos libres para iniciar un tipo de indagación radicalmente diferente.

Esta indagación está presente en el desconocimiento mismo.

En cuanto la conciencia se queda perpleja y desconcertada ante la lluvia, una silla, la respiración … todas estas cosas se presentan como preguntas. Fallan las premisas y las descripciones habitua­les y oímos gritar a nuestras voces balbucientes: «¿Qué es esto?». O simplemente: «¿Qué?» o «¿Por qué?». O quizá ninguna pala­bra en absoluto, sólo «¿?».

La mera presencia de las cosas es asombrosa. Provocan pas­mo, admiración, incomprensión, sobrecogimiento. No sólo la mente, sino todo el organismo se siente perplejo. Esto puede ser perturbador. Ahora la conciencia puede ser descarrilada por des­tellos de pensamiento especulativo, ráfagas espontáneas de poe­sía, que, no importa lo inspirados u originales que puedan ser, nos devuelven al mundo categorizado y familiar.

La tarea de la práctica del dharma es mantener esta perple­jidad en el contexto de la conciencia calmada, clara y centrada. Semejante perplejidad no está ni frustrada ni meramente curio­sa acerca de un detalle específico de la experiencia. Es una inda­gación intensa, enfocada a la totalidad de lo que está sucedien­do en cualquier momento específico. Es el motor que lleva a la conciencia al corazón de lo desconocido.

La indagación que surge del desconocimiento difiere del es­cudriñamiento convencional, ya que no está interesada en obte­ner una respuesta. Esta indagación empieza justo donde acaban las descripciones y las explicaciones. Ya se ha desprendido de las restricciones y limitaciones de las categorías conceptuales. Re­conoce que los misterios no se resuelven coma si fueran proble­mas y luego se olvidan. Cuanto más hondamente penetramos en un misterio, más misterioso se vuelve.

Esta indagación perpleja es el camino central mismo. Al re­husar ser confinado en las respuestas «sí» y «no», «es esto» y «no es eso», se desprende de los extremos de la afirmación y la nega­ción, algo y nada. Como la vida misma, simplemente sigue, libre de la necesidad de agarrarse a ninguna posición fija … incluida la del budismo. Impide que la cualidad de la conciencia se vuelva una posición pasiva, rutinaria, que puede concordar con un sis­tema de creencias, pero hace que la experiencia se vuelva insul­sa y opaca. La perplejidad mantiene a la conciencia de puntillas. Revela que la experiencia es transparente, radiante y sin impe­dimentos. La indagación es el sendero por el que se mueve la per­sona centrada.

Abrasada de intensidad, pero libre de turbulencias y de la obsesión por las respuestas, la indagación se contenta con dejar que las cosas sean como son. Ni siquiera hay un plan oculto que opera entre bastidores. Las expectativas de metas y recompen­sas (como la Iluminación) se aceptan como son: tentativas pos­treras del yo fantasmal de subvertir el proceso a sus propios fines. Cuanto más conscientes nos volvemos del misterioso des­pliegue de la vida, más claro se vuelve que su propósito no es sa­tisfacer las expectativas de nuestro ego. Sólo podemos poner en palabras la pregunta que plantea. Y luego soltarla, escuchar y es­perar.

La realidad es intrínsecamente libre porque es cambiante, incierta, contingente y vacía. Es un juego dinámico de relacio­nes. Despertar a esto revela nuestra propia libertad intrínseca, porque también nosotros somos por naturaleza un juego diná­mico de relaciones. Una visión auténtica de esta libertad es el fundamento de la autonomía creativa y la libertad individuales.

Esta experiencia, sin embargo, es algo que recobramos en mo­mentos específicos con el paso del tiempo. Mientras sigamos en­cerrados en la premisa de que el yo y las cosas son invariables, inequívocos, absolutos, opacos y sólidos, permaneceremos res­pectivamente confinados, alienados, aletargados, frustrados y sin libertad.

Sin embargo, en la práctica, la vida no puede ser dividida tan nítidamente en las dualidades de «libre» y «no libre», «despierta» y «no despierta». Aunque semejantes categorías están bien de­marcadas, la vida es ambigua. La libertad puede recuperarse y perderse de nuevo.

Despertar es recuperar esa impresionante libertad con la que nacimos pero que hemos sustituido por la seudoindependencia de un yo separado. No importa lo mucho que nos asuste, no im­porta cuánto nos resistamos, esta libertad está siempre disponi­ble. Puede irrumpir en nuestra vida en cualquier momento, la busquemos o no, capacitándonos para vislumbrar una realidad que es simultáneamente más familiar y más esquiva que cual­quier cosa que hayamos conocido, en la que nos encontramos profundamente solos y profundamente conectados con todo. Pero la fuerza del hábito es tal que de pronto la perdemos de nuevo y estamos de vuelta en la normalidad no ambigua.

Contrarrestando esta fuerza del hábito, la práctica del dhar­ma tiene dos objetivos: desprendernos del ansia egocéntrica para que nuestra vida se vuelva gradualmente más despierta; y ser re­ceptivos a la erupción repentina del despertar en nuestra vida en cualquier momento. El despertar es un proceso lineal de liber­tad que se cultiva con el paso del tiempo y una posibilidad de li­bertad siempre presente. El camino central es un sendero con un principio y un final y la potencialidad sin forma en el centro mis­mo de la experiencia.

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