A lo largo de nuestra existencia anhelamos amarnos más profundamente y sentirnos vinculados con los demás. Pero a menudo, y por el contrario, nos aislamos, experimentamos un temor a la intimidad y padecemos una desconcertante sensación de separación. Ansiamos amar y, sin embargo, permanecemos solitarios. Nuestra quimera de hallarnos marginados unos de otros, de estar apartados de lo que nos rodea, suscita todo ese dolor. ¿Cuál es el modo de salir de esta situación?
La práctica espiritual, desarraigando nuestras mitologías personales de aislamiento, pone al descubierto el corazón resplandeciente y jubiloso que hay dentro de cada uno de nosotros y manifiesta esa irradiación al mundo. Bajo los conceptos lacerantes de la separación, encontramos un vínculo que nos relaciona con todos los demás seres. Hallamos una fuente de enorme felicidad que está más allá de ideas y de convencionalismos. Al liberamos de la ilusión de la separación, somos capaces de vivir en una libertad natural en vez de ser dominados por concepciones previas acerca de nuestros propios límites y márgenes.
El Buda describió el camino espiritual que conduce a esta libertad como «la liberación del corazón que es amor», y mostró una vía sistemática y unificada que desplaza al corazón de su aislamiento y lo lleva hacia sus auténticas ataduras. Ese camino perdura en nosotros como una tradición viva de prácticas de meditación que cultivan el amor, la compasión, la alegría compartida y la ecuanimidad. Estas cuatro cualidades constituyen los estados de conciencia más bellos y poderosos que podemos experimentar. Juntas reciben en pali, la lengua hablada por el Buda, el nombre de brahma-viharas. Brahma significa «celestial». Vihara es «residencia» u «hogar». Mediante la práctica de estas meditaciones hacemos nuestro hogar en el amor (en pali, metta), la compasión (karuna), la alegría compartida (mudita) y la ecuanimidad (upekkha).
Hallé por vez primera la práctica de los brahmaviharas cuando en 1971 fui iniciada en el budismo en la India. Me había reunido con muchas personas en una significativa migración de occidentales que buscaban las enseñanzas espirituales de Oriente. Era muy joven, pero me atrajo hasta allí el anhelo por una comprensión más honda de la vida y de los sufrimientos que ya había padecido.
Encontramos nuevos sufrimientos cuando hubimos de soportar el calor riguroso y las enfermedades tropicales de la India. Varios años más tarde, después de que algunos de nosotros fundásemos en Barre, Massachusetts, la lnsight Meditation Society, una amiga con la que había pasado yo varios años en la India describió a uno de los médicos de la clínica local el terrible calor estival de Nueva Delhi, en donde la temperatura puede superar los 40° centígrados. Un verano, cuando trataba de renovar su visado, se vio obligada a ir de una oficina a otra bajo aquel intenso calor. Recuerdo que mi amiga explicó al médico que por entonces se reponía de hepatitis, disentería amebiana y de lombrices.
Verdaderamente asombrado, el médico observó: «¡Así que, tras haber sufrido todas esas enfermedades y calamidades, aún quería renovar su visado! ¿Deseaba contraer también la lepra?
Aparentemente, nuestra estancia en la India representó desde luego un cúmulo de enfermedades, privaciones y un heroico esfuerzo (o una determinación insensata) para seguir adelante. Mas pese a los padecimientos físicos que refería mi amiga, sé que su experiencia interior fue verdaderamente mágica. Nuestra estancia en la India, por completo al margen de los convencionalismos sociales y de los hábitos imperantes, nos proporcionó a cada uno de nosotros una perspectiva completamente distinta de sí mismos. A través de la práctica de la meditación, muchos entramos en un contacto inicial con nuestra propia capacidad para la bondad y experimentamos el júbilo de descubrir una nueva relación con todos los seres. No soy capaz de imaginar que estuviera dispuesta a cambiar ese descubrimiento por dinero, poder sobre otros o premios y distinciones.
Aquel año, sentada bajo el Árbol Bodhi, en Bodh Gaya, en donde el Buda alcanzó la iluminación, manifesté mi aspiración de tornar realidad el don que el propio Buda había realizado y encarnado. Los brahma-viharas -el amor, la compasión, la alegría compartida y la ecuanimidad- constituyen ese mismo don, y la oportunidad de practicarlos es el legado del Buda. Siguiendo esa vía, aprendemos a desarrollar estados mentales sagaces y a abandonar los que no lo son.
La integridad que alcanzamos en una vía espiritual procede de la capacidad de distinguir en nosotros mismos los hábitos e influencias en la mente que son sagaces y conducen al amor y al conocimiento de aquellos que no lo son y fortalecen nuestra falsa sensación de marginación. El Buda dijo una vez:
Abandona la negligencia *. Es posible dejarla. Tampoco
te pediría que la abandonases si ese acto te acarrease
daño y sufrimiento. Pero como te aporta beneficios y felicidad,
te digo que desatiendas lo que no sea sagacidad.
Cultiva el bien. Es posible cultivarlo. Si no lo fuese, no
te rogaría que lo hicieras. Tampoco te lo pediría si ese
que hacer te acarrease daño y sufrimiento. Pero como te
aporta beneficios y felicidad, te digo que cultives el bien.
El abandono de los estados de negligencia, que causan sufrimiento, no es obra del miedo o el desdén hacia tales situaciones, o del desprecio que sintamos por haber permitido que nuestra mente se sumiese en tales estados. El abandono de la negligencia no es una acción airada y violenta para despojarnos de nuestros hábitos de marginación.
Por el contrario, sobreviene cuando aprendemos a amarnos de verdad a nosotros mismos y a querer a todos los demás seres, de esta forma el amor proporciona la luz con la que hallamos testimonio de esas taras y vemos simplemente cómo se desploman.
En vez de aferrarnos obsesivamente a estados mentales como los de la ira, el miedo o la avidez, situaciones, que son causa de daño para nosotros y los demás, podemos dejarlos caer como una carga. Nos sentimos desde luego agobiados por el peso de las reacciones habituales de negligencia. Cabe abandonarlas, puesto que la sabiduría nos revela que no las necesitamos.
Cultivar el bien significa recobrar el poder incandescente del amor que, potencialmente, se halla presente en todos nosotros. Una vida despierta exige una revisión fundamental de las perspectivas limitadas con que consideramos nuestro propio potencial. Declarar que cultivamos el bien significa alinearnos con una visión expansiva de lo que nos es posible y emplear las herramientas de la práctica espiritual para mantener, instante tras instante, nuestra experiencia real de esa visión.
Esta visión se halla siempre a nuestro alcance; poco interesa el tiempo en que estuvimos anclados en una sensación de nuestras limitaciones. Cuando penetramos en una habitación en tinieblas y encendemos la luz, no importa si esa estancia permaneció a oscuras un día, una semana o diez mil años; al llegar la luz, se hace la claridad. Una vez que establecemos contacto con nuestra capacidad para el amor y la felicidad -el bien-, la luz queda encendida. La práctica de los brahma-viharas constituye una manera de lograr la luz y luego de mantenerla. Es un proceso de profunda transformación espiritual.
Esta alteración procede en realidad de avanzar por el camino, de poner en práctica los valores y las teorías, de darles vida. Realizamos el esfuerzo de abandonar la negligencia y de cultivar el bien con el convencimiento de que podemos tener éxito. «Si no fuese posible, no te pediría que lo hicieras.» Recordando esta manifestación del Buda, progresaremos por el camino, sabiendo que cada uno es capaz de tornar realidad su potencial singular para el amor y la verdad.
La vía comienza cultivando la apreciación de nuestra unidad con otros a través de la generosidad, de no hacer daño alguno y de la expresión y la acción justas. Luego, sobre la base de estas cualidades, purificamos nuestras mentes a través de las prácticas de concentración de la meditación. Al obrar así, llegamos a experimentar la sabiduría mediante el reconocimiento de la verdad, y nos tornamos hondamente conscientes de los sufrimientos causados por la separación y de la felicidad de conocer nuestra vinculación con todos los seres. El Buda llama a la culminación de este reconocimiento «la liberación infalible del corazón». Llegar a comprender la verdadera naturaleza del corazón y de la felicidad constituye la realización de una vía espiritual. La práctica de los brahma-viharas es tanto un medio de alcanzar tal entendimiento como su ex-presión natural.
Mi propia práctica intensiva de los cuatro brahmaviharas se inició en Birmania en 1985. Guiada por Sayadaw U Pandita, un maestro de la meditación theravada, dediqué por completo mis días a nutrir y cultivar el amor, la compasión, la alegría compartida y la ecuanimidad. iQué tiempo tan extraordinario! Aquel periodo de retiro protegido aclaró y fortaleció tanto los brahma-viharas que, cuando concluyó el retiro, descubrí que no sufrieron desgaste sino que se habían convertido verdaderamente en mi hogar. A veces, desde luego, pierdo el contacto con esas cualidades, pero mi instinto de la felicidad me orienta luego en esa dirección.
NOTAS:
*En el sentido de torpeza, falta de atención y ausencia de lucidez.
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